Ensoñaciones, sueños... y pesadillas

¿Qué el potaje de mediodía se me hacía intragable? Aunque me dejaban sola en la mesa hasta acabar el contenido de mi plato, no me importaba. Y es que de repente, ya no estaba sola. Heidi estaba sentada a mi lado y su abuelo, nos servía unas rebanadas de pan caliente y unas enormes porciones de queso cremoso. Y casi sin sentir, el plato quedaba vacío.
¿Qué mi madre me enviaba a algún recado al centro del pueblo? Como nuestra casa estaba bastante alejada y el camino se hacía largo, para no aburrirme, imaginaba que iba sobre patines de hielo. A toda velocidad, el viento en la cara y yo, en perfecto equilibrio, haciendo giros imposibles, con una banda sonora de mi elección acompañándo mis ensoñaciones, sin necesidad de walkman.
Ya adolescente, cuando creía que iba a estallar bajo tanto control y restricción, pensaba que ya faltaba poco para que me fuera a estudiar a Santiago. Podía verme en mi día a día, compartiendo piso con alguna amiga, sin tener que dar explicaciones por cinco míseros minutos de retraso, vistiendo a mi manera y teniendo mi propio espacio, sin sentirme continuamente invadida. ¡Ah, la libertad!
Por supuesto, también soñaba dormida, aunque esto último ya me gustaba menos. Del mismo modo que me sabía dueña de mis ensoñaciones, los sueños eran tan indomables como el viento del norte y a menudo me despertaba envuelta en una manta de desasosiego. Destellos, colores, frases y personajes que se mezclaban sin orden, un bufón que enseñaba un cartel: “segundo acto” y desaparecía con sonido de cascabeles. Oscuridad. Algo que debía recordar. Una búsqueda en la niebla, que nunca tenía fin. La zambullida en un mar plácido y luminoso y la caída en barrena al temible fondo. La necesidad de esconderme de un ojo que todo lo veía. No reconocerme en el espejo. Ahogarme en una lágrima. Volar...
Ahora, aunque mi intención sigue siendo imaginar algo agradable a la hora de ensoñar, el tiempo ha abierto de algún modo una fisura, sin avisar; y esas pesadillas que se nutren de mis miedos más profundos, aparecen cuando mis ojos están aún abiertos. Es así como surgen mis poesías sobre ausencias. Mi punto flaco. Mi talón de Aquiles. El golpe certero que me dejaría, sin duda, al borde del abismo o la locura. Así lo siento.