El recuncho de Tana

Todos necesitamos un lugar propio. Un sitio seguro desde el que asomarnos a esa niebla en la que nos arriesgamos a pescar dulces sueños... o ácidas pesadillas. Éste es el mío.

Nombre: Tana
Ubicación: Zaragoza, Spain

Érase una vez una mujer que buscaba. Encontró la perfección en la combinación de las palabras y el silencio. Y por eso, siempre estaba acompañada de libros. No renegaba de sus rarezas, se complacía en ellas. Era un poco desastre, pero auténtica. Sí, yo soy ella. A veces dura, a veces tierna... siempre imperfecta.

sábado, octubre 29, 2005

Tócala otra vez, Sam

Yo quería tocar el piano. Comprendo que la guitarra era un instrumento más económico, pero no pedí una guitarra. Tampoco pedí un piano, sólo quería tocarlo. Los martes y jueves lo veía en Santa Cecilia -la asociación cultural que pervivía en aquel sótano, con olor a moho, del número seis de la calle Del Ancla-, un tanto polvoriento, siempre en silencio. Mi sueño era llegar a acariciar aquellas teclas frías y regalar melodías.
Me enviaron a clase de solfeo y el piano se convirtió en zanahoria. "Cuando sepáis un poco más, comenzaremos con el piano" nos prometían. Pasé así todo un año. No aprendí más que a llevar una batuta imaginaria, y aquella partitura que leía nunca se convirtió en música. Jamás llegué a congraciar las notas de papel con los sonidos.
Un par de años más tarde, durante mis vacaciones en Bielefeld y en apenas veinte días, aprendí a tocar en el piano de Julia Lauing un par de melodías muy sencillas: un cierto Vals de las pulgas y una parte de Para Elisa. Entonces supe que sí, que me hubiera exigido tiempo pero hubiera aprendido a tocarlo: tenía oído musical, buena memoria y las manos ágiles. En todo caso, ya daba igual. La asociación había desaparecido y aquel solitario instrumento ¡Quién sabe dónde habría ido a parar!
Y fue así como, a partir de entonces, volqué mi ritmo y mi música en el papel, tan sólo porque jugar con las palabras e insuflarles sentimiento..., era mucho más barato.
No hay camino de retorno. Ya no podré saber lo que hubiera tenido oportunidad de comunicar por medio de la música pero, llegada a este punto, me pregunto si realmente tiene importancia. Hoy voy a pasar página. Mientras escucho el Claro de Luna de Debussy, siento que ha llegado el momento de dar gracias a las palabras, esas viejas conocidas que pululan por mi mente con pasitos quedos, para inspirarme en sueños sin llegar a despertarme. A veces, sencillamente, se nos olvida sentirnos afortunados
Tana Guiance
Inspirado en Piano, de Ernesto en euskal show


martes, octubre 25, 2005

Amor de agua


Cada vez que llueve, tú no estás cerca.
sospecho que eres hombre de lluvia.
En tu ausencia,
mezclado con el sonido del agua,
que me acaricia entera,
me penetra el perfume de una tierra
que no es esta
y de un mar, que bate lejos.
Y es cuando no estás que te siento más mío...
más cerca...
Llamas a la puerta.
La lluvia cesa.
Nana de espuma y otros sueños agridulces
Tana Guiance (c)

sábado, octubre 22, 2005

Culpables (2ª parte)

Enviaron a la niña de vuelta con su abuela, justo antes de que comenzara el curso. Había que actuar rápido. Si comenzaba sus estudios en el extranjero, tendrían que quedarse; el padre, tan maleable, sería inflexible en ese aspecto.
Fue él el que acompañó a la niña al aeropuerto aquel último día. La madre tenía que trabajar, así que la despidió en casa y se asomó luego a la ventana de la habitación de la pequeña. La habitación estaba empapelada en un elegante papel color crema con grandes rosas de un color muy pálido, y desde ella se veía la entrada del edificio.
La niña estaba parada ante la casa y la miraba. No sonreía, no agitaba la mano, no lloraba... pero su semblante estaba triste y sus ojos la acusaban: "me estás echando... y sé por qué".
Un año mas tarde, la madre consiguió lo que quería: volver al pueblo. Regresó con sus muebles antiguos comprados en el mercado de las pulgas, con su cristalería, su cubertería de plata, sus edredones de plumón de ganso, su cabezal dorado y su armario de seis puertas repleto de ropa de última moda. Regresó, pero sin su marido.
No había trabajo para el padre en el pueblo. Él amaba su trabajo en el Gran Hotel, y amaba París. Y esos dos amores, ganaron el pulso a la mujer... y a la niña.
Pasaron unos años en los que la madre se sintió viuda sin serlo. Con orgullo se arreglaba cada día y se hacía acompañar por la niña a todas partes. Cuando la gente preguntaba por el padre, respondía que estaba bien y que vendría pronto. Entonces se topaba con la mirada acusadora de la niña, que ya no era tan niña; aquella mirada que siempre parecía guardar para ella.
No era desobediente. Jamás contestaba. Era una niña modelo. O lo hubiera sido si no fuera por aquella mirada que decía todo aquello que callaba. Se pasaba las tardes en la habitación leyendo, y cuando no leía, su vista se perdía en un punto lejano, al otro lado de la ventana. ¡Cuánto echaba de menos aquel papel color crema con grandes rosas pálidas!
-Tienes que decirle que he cambiado, que ahora me gusta leer, y la música clásica- dijo la madre entrando en la habitación.
La niña negó con la cabeza. Allí estaba su madre, como siempre, con sus exigencias y sus peticiones vanas.
-¿Dónde está todo el amor que te tenía? ¡Pídele que vuelva!- insistió.
La niña la miró a los ojos y esta vez sólo había pena en ellos.
-Ya lo hice. Hace tiempo -suspiró.- Me dijo que por unos años de mi vida, él no iba a sacrificar el resto de la suya. Que yo me iría cuando creciese... y él tendría que quedarse contigo. No volveré a pedirle nada.
-¡Si no vuelve, la culpa será tuya -dijo la madre desbordada de impotencia y rencor- porque no haces lo suficiente!
-Yo no tendría que hacerle volver si tú no le hubieras echado antes, con tus manías y querer salirte siempre con la tuya. La culpa de que se haya ido es tuya. Sólo tuya. ¿No querías regresar al pueblo? Pues aquí estamos. Aquí estamos... -respondió la niña, que había dejado de ser una niña, girándose de nuevo hacia la ventana.
Llovía.
Y así quedaron siempre sus discusiones: en tablas. Y es que a las dos mujeres, jamás se les ocurrió que el hombre de sus vidas, había tenido la culpa de nada.

Tana Guiance (c)

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Culpables (1ª parte)

Todo comenzó a torcerse en el momento en que nació la niña. No tuvo más que ver con qué delicadeza la cogió en brazos su marido; cómo le susurró lindezas en cuanto la trajo la enfermera. El padre parecía fascinado con la criatura. Ya lo decía su abuela: los niños pertenecen a las madres, las niñas, a los padres.
Las atenciones eran para la recién nacida. ¿Y ella, qué? Estaba agotada, tenía náuseas y el cuerpo dolorido. Cada vez que abría los ojos ahí estaba él, con su cara pegada a la de la niña. Pudo ver la minúscula mano junto a su cara. La primera caricia, para su padre. Una sensación de vacío se instaló en su pecho. ¿Así iban a ser las cosas de ahora en adelante? ¿Habrían cambiado las prioridades?
Casi se alegró de viajar a España para dejar a la pequeña con su suegra. La abuela había criado ocho hijos y cuidaría bien de ella.
-París es una ciudad para enamorados -se dijo- y tres son multitud. Además, ambos tenemos que trabajar para que a la niña no le falte de nada. Ahora, todo volverá a la normalidad-. Sonrió. Su marido era suyo, sólo suyo.
Pero nada volvió a ser igual. Cuando salían de paseo, él aprovechaba para telefonear desde una cabina y preguntar por la niña; cada día, escudriñaba el buzón a la espera de noticias y fotografías. ¡La niña, siempre la niña!
-Cuando vayamos de vacaciones, tenemos que traérnosla. Estuve preguntando y hay buenas guarderías donde podemos dejarla mientras trabajamos-. La miró esperando su aprobación.
-¡Claro! -le dijo sonriente- Yo también la echo de menos.
Encontraron a la pequeña muy cambiada aquel verano. Caminaba tambaleante, procurando mantener el equilibrio apoyándose en la pared. Se vieron sorprendidos por su precocidad en el habla. Su voz era profunda y clara. ¿Cómo un cuerpecillo tan menudo podía encerrar un vozarrón de aquel calibre? La madre la vestía cada día con un vestido diferente, como a una muñequita, y el padre no se cansaba de jugar con ella.
Regresaron a París y comenzaron su vida en familia. Transcurrieron cinco años relativamente tranquilos en los que la madre observaba que, cada vez más a menudo, el padre y la niña se trasladaban a un mundo al que ella era incapaz de seguirles. Un mundo de fantasía repleto de duendes, ranas parlanchinas, liebres apresuradas, erizos despistados...
Luego llegaron los libros. El padre y la niña podían pasarse horas inclinados sobre un libro. El padre leía, la niña escuchaba atenta y hacía preguntas, o miraba las ilustraciones. La madre, en cambio, se quedaba sentada ante la televisión viendo programas de variedades, sintiéndose dolida y engañada por tener que verlos a solas, sin nadie con quien comentarlos. Y se cansó. Se cansó de sentirse excluída, de trabajar y ser tratada como una ciudadana de segunda en un país que no era el suyo. Ella no se había casado para eso. Había llegado la hora de regresar. En el pueblo, sería una auténtica "señora".
(Continuará...)

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lunes, octubre 17, 2005

Desaparecidos

Durante una época de mi vida, siendo niña, hubo gente itinerante rodeándome. Gente que desapareció de mi día a día, sin despedida ni explicación.
Todo giraba alrededor de mi madre. Parecía necesitada de oídos prestos, interesados en sus cuítas y sus penas. Imagino que las mismas penas contadas día tras día, acababan por aburrir. Es lo que se me ocurre para justificar la desapareción de aquellas personas que ella me presentaba como amigos de toda la vida y que yo no recordaba haber visto hasta ese momento.
Sucedía así: de repente comenzábamos a frecuentar una determinada casa a diario. Allí tenía que acudir a la salida del colegio. Era allí donde merendaba y hacía mis deberes. Muchas veces ya no regresábamos a casa hasta después de la cena.
¿Qué hacía mi madre allí cada tarde?Hacía ganchillo y hablaba, hablaba mucho. Demasiado, incluso. De cosas que no debería. Verdades a medias. Medias mentiras. Y yo calladita, siempre sumisa. Escuchando...
Hasta que una sobremesa, antes de salir hacia el colegio, mi madre me avisaba: esta tarde, te espero en casa. Entonces me daba cuenta de que todo había acabado. Se habían terminado las tardes en aquella casa, la que fuera.
Al final, cuando me presentaba alguna amiga de toda la vida, yo comenzaba a despedirla ya antes de llegar a conocerla. El reloj de arena se había volteado y ya sólo era cuestión de tiempo que aquella persona desapareciera, como las anteriores.
Me prometí que cuando creciera no dejaría que eso sucediera, que no dejaría que nadie que me importara de veras se fuera sin darme por lo menos una razón. Ahora, he aprendido que las despedidas no siempre dependen de nosotros. Que siempre habrá quien se marche sin más. Que borrar todo de un plumazo es también un derecho de cada persona. Derecho o cobardía... poco importa. En todo caso, y por mucho que me duela, yo nunca me iré sin decir adios.

lunes, octubre 10, 2005

Ensueños

fotografía: Tana Guiance
"Qué verdad era que hay que ser visto por otros para estar seguro de la propia existencia"
Posesión
A. S. Byatt
-Te llevo siempre aquí -le decía él señalándose el corazón, mientras se despedía con un beso.
No podían suponer que al anochecer estaría tendido sobre la mesa del forense.
Cuando el doctor Andrade abrió la cavidad torácica, el aroma fuerte y misterioso de "Pure Poison" lo invadió todo, dejándole confuso y, poco a poco, enamorado de una mujer morena que no había visto nunca.
En el baño, ella se evaporaba en jirones frente al espejo, preguntándose si había existido alguna vez.
"Nana de espuma y otros sueños agridulces"
Tana Guiance (c)

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