El recuncho de Tana

Todos necesitamos un lugar propio. Un sitio seguro desde el que asomarnos a esa niebla en la que nos arriesgamos a pescar dulces sueños... o ácidas pesadillas. Éste es el mío.

Nombre: Tana
Ubicación: Zaragoza, Spain

Érase una vez una mujer que buscaba. Encontró la perfección en la combinación de las palabras y el silencio. Y por eso, siempre estaba acompañada de libros. No renegaba de sus rarezas, se complacía en ellas. Era un poco desastre, pero auténtica. Sí, yo soy ella. A veces dura, a veces tierna... siempre imperfecta.

domingo, julio 31, 2005

Gorriones cosmopolitas

Al pie de la playa de "El arenal" en Jávea, hay un paseo lleno de restaurantes variados, pubs, bazares en los que puedes comprar tumbonas, camisetas, bisutería, flotadores y prensa internacional, boutiques de ropa e inmobiliarias. Una mezcla curiosa para mí, que sólo voy a pasar un día a orillas del Mediterráneo. Invierto un tiempito en darme una vuelta hasta encontrar el café de mis sueños, para desayunar a gusto. Y lo encuentro.
El local, como todos, de planta baja, se llama Restaurante Austríaco y está en el Paseo Amanecer Bl 7 -suena un poco cursi pero qué le vamos a hacer, son datos verídicos-.
Si entras por la puerta que da a la carretera, te encuentras una pastelería y despacho de pan de ensueño. Ahí entiendes realmente la expresión "comer con los ojos" y se hace realmente difícil elegir una porción de tarta, tan exquisitas parecen todas. Si accedes por el paseo marítimo, lo normal es que te quedes en la terraza cubierta. Los camareros son amables y rápidos sirviendo las mesas y hay una camarera guapísima, gemela de Neus Asensi.
Desayuno apfelstrudel con nata montada. Me hubiera gustado tomarlo regado con una crema inglesa fria -el apfelstrudel siempre lo pido caliente- tal y como lo tomé en Bielefeld por primera vez, pero no existe esa opción en el menú. La camarera me pregunta cómo es la crema inglesa y le explico que el sabor es muy parecido a las natillas, de hecho podrían ser natillas, pero líquidas. Ella me contesta que ahora entiende por qué los alemanes piden este pastel caliente acompañado de una bola de helado de vainilla. Sonríe. "Es lo más parecido que tenemos".
Somos los únicos españoles que estamos desayunando allí, puede que porque es muy temprano. Estamos totalmente rodeados de ingleses y alemanes. Y me gusta. Unos leen la prensa y la comentan con los compañeros de mesa mientras esperan sus pedidos, otros miran el mar, simplemente, relajados... Hasta mí llegan sus voces: "Can you take.., please? Aalena, Bitte... Umm, Danke, Volker!!" Y por un momento pienso que la extranjera soy yo, que estoy a cuatro mil kilómetros de allí, como cuando era pequeña.
Pero lo mejor de todo, lo que no os perderéis si desayunáis en la terraza, es el trasiego constante de gorriones. Planean descarados sobre las mesas, se posan en las que están vacías y te miran a los ojos esperando unas semillas de amapola, o de sésamo, del panecillo de tu desayuno. Algunos, impacientes, se acercan dando saltitos y piando. Me hace gracia ver lo bien que se han adaptado. Igual que los ingleses y los alemanes que, por lo que me cuentan, no son veraneantes, sino que viven allí todo el año. Por un instante, me pregunto cuántos de aquellos gorriones serán autóctonos y cuántos habrán emigrado huyendo de las nieves del norte. Así que, dejo mi plato lleno de semillas y mientras me alejo, notando sus miradas, les susurro un "Good bye" y un "Aufwiedersehen"... por si acaso.

miércoles, julio 27, 2005

Mi buzón



Si os cuento que este año me ha tocado ser presidenta de mi comunidad de vecinos, os podréis hacer una idea de lo que recibo en mi buzón. En teoría, yo tendría que encargarme de cambiar las bombillas, pedir presupuestos y atender diversas quejas; amén de firmar los justificantes de las diferentes revisiones: ascensor, desatascos preventivos, bomba de agua... pero al ser éste un edificio de unos cuantos años, hay pisos alquilados y el secretario que debería apechugar conmigo llevando las tareas burocráticas, vive en la otra punta de la ciudad. ¿Qué puedo hacer? ¿Llamarle cada vez que recibo una carta del banco? Pues eso. Eso precisamente es lo que encuentro a diario: propagandas, ofertas varias, recibos comunitarios, extractos bancarios... Cada día se indigesta mi buzón con este tipo de misivas.

Cuando llegué a Zaragoza, en el año 91, enviaba una media de doce cartas al mes. Cartas de las de toda la vida, escritas a mano, con la estilográfica de siempre y, a veces, con papel de colores. Recibía, a cambio, alrededor de ocho misivas de muy diferentes estilos. Lo sé porque llevaba un cuadernillo en el que mantenía al día las entradas y salidas. Seguí llevándolo hasta el 2001. Para entonces, ya sólo enviaba cinco y recibía, con suerte, un par. Cada carta que dejé de recibir, fue un amigo que se me perdió en la distancia y en el tiempo. No todos aguantan la separación física y ochocientos treinta y cinco kilómetros de distancia, ya es una distancia respetable. Cuando iba en el verano, todos coincidían en que yo no había cambiado en absoluto, que parecía que me hubieran visto el día anterior. Pero finalmente, también yo cambié.

Me dejé absorber por la necesidad de conocer gente nueva, de cuidar nuevos amigos... y para llegar a ese punto, tuve que pasar por una época de duelo. Me dí cuenta de que toda mi energía se iba en mantener a flote esas viejas amistades que tiraban de mí como un ancla muy pesada. Se habían acostumbrado a que fuera yo la que escribiera, la que llamara. Llegó un momento en el que incluso era yo la que programaba desde aquí la cena anual en la que nos reuníamos todos, a pesar de que era yo la única que estaba fuera. Me agoté. Lloré mucho y dormí más. Buscaba en sueños una solución, una respuesta que parecía no llegar.

Una mañana me di cuenta de que había dejado de buscar, en las caras de los desconocidos, similitudes con aquellas facciones que extrañaba. Y aquel día sonreí. Y me sonrieron. Y el Ebro palió con ternura mi hambre de mar y su ribera, mi nostalgia de verdor. Y al fin, me sentí una zaragozana más.

Hoy en mi buzón se ha hecho hueco una carta. Una carta de las de toda la vida, escrita sobre un folio blanco con bolígrafo negro. No es la carta de un viejo amigo, sino de uno nuevo. Es una carta que me trae aroma del sur, de pescaíto frito, y un sonido de palmas injertadas con algún olé. Hoy, en mi otro buzón, el que reza "bandeja de entrada", Max Estrella, Charito, Cide y Susana, me saludaban, alegrando mi mañana.

jueves, julio 21, 2005

Infiel

Soy fiel por naturaleza: a mis amigos, a mi marido, a lo que me cuentan, a lo que creo que es correcto, a los colores básicos de mi guardarropa, a la ciudad que me vio nacer, a aquellas por las que transité y a la que me ampara en estos momentos; al pueblo en el que pasé mi infancia y al otro pueblo en el que la revivo -diferentes ambos pero la misma sensación de "estar en casa"-. Y es por eso que me cuesta reconocer que a veces, y aunque sólo sea en una única cuestión, he sido infiel... y lo seré de nuevo. No puedo evitarlo. Esto de la infidelidad debe ser como muchas otras cosas, que decimos que no nos gusta y en ocasiones es porque no lo hemos probado lo suficiente. Durante años fui totalmente fiel al Océano Atlántico. Su olor, su calma, sus rabietas, su fuerza, su profundidad, su bravura... Mi primer intento de infidelidad con el Mediterráneo, no me dejó buen sabor de boca: demasiada sal, picores en la piel, caminar y caminar sin llegar a sumergirme del todo, la sensación de estar nadando en una sopa con tropezones de rosadas medusas... Pero repetí. Y el sabor mejoró. Necesito algo de tiempo para ajustar el paladar a nuevos sabores. Esta vez, no noté tanto la sal. La piel agradeció la humedad de la caricia, la temperatura agradable... caminé y fui acostumbrándome. Esta vez el levante me enseñó una cara más agreste de su mar. Y me gustó. Me gustó tanto, que con la facilidad que me da mi situación geográfica, estoy dispuesta a repetir una y mil veces, todas las que tenga oportunidad. Eso haré este largo fin de semana que, para mí, comienza hoy. Y a pesar de ello..."

El Mediterráneo dormido es un espejo de acero.

El sol nace tímido, como pidiendo permiso;

una enorme naranja envuelta en un velo de luz

y papel de seda.

Pero yo perdí mi alma en el País de las Brumas.

El Mediterráneo despierta, sopla el poniente

y un rizo de espuma escapa del espejo.

Playas interminables, sol ardiente...

Pero yo perdí mi alma en el País de las Brumas.

El mediterráneo tiene su perfume:

picantes geranios, dulces azahares,

tomillo y romero de sus roquedales...

Pero yo perdí mi alma en el País de las Brumas.

Se quedó enredada en ramas de eucalipto,

se quedó prendida en perfume de acacia,

se sintió embrujada entre los castaños,

voló con gaviotas siguiendo a la Luna,

el bravío Atlántico la tiene hechizada

y mi pobre alma, se perdió en sus brumas."

"El alma perdida". Tana Guiance

lunes, julio 18, 2005

Treinta y ocho años... y un día

Ayer, el cierzo fue mi primer regalo. A las siete y media de la mañana disfrutábamos de unos dieciocho maravillosos grados. Maravillosos, si tenemos en cuenta los treinta que dejé cómodamente instalados en el salón de mi casa. Me desperté muy temprano. Tengo el sueño ligero, aunque siempre hay algo que me ayuda: la algarabía de los pájaros, alguien que regresa de una noche de juerga, un repentino ataque de alergia...
Decidí disfrutar con Chelsea de las dos últimas horas de mis treinta y siete años. Es lo justo. Hace unos días, ella cumplió doce y también lo celebramos juntas.
En casa todos dormían. Nadie me oyó. Resulta curioso. Estoy segura de que ninguno de ellos podría salir por la puerta sin que yo lo notase. A veces me da miedo irme a callejear sola tan temprano. Pienso que si algo me sucediera, no se darían cuenta hasta pasadas unas horas. A lo mejor sienten algo parecido esas personas que deciden echar a caminar y no dar la vuelta, dejarlo todo atrás, convencidas de que en algún lugar hay algo mejor esperándoles. O quizás ni siquiera esperan algo mejor, sino ALGO que les haga sentir vivos. A lo mejor, tampoco les oyeron cuando salieron por la puerta.
Ayer sentí que había llegado a la mitad de mi vida. Me pregunté qué quería hacer con la otra mitad. Me lo pregunté en serio... y no supe qué responder. Supongo que en el fondo, muy en el fondo, sé que cuidar de los míos es lo único que sé hacer bien.
Una amiga me envió un paquete, desde Madrid. Llegó el martes y lo guardé pacientemente. También guardé un sobre que mi padre me dejó en casa, camino de sus vacaciones en Galicia. Un sobre que también debía esperar hasta el día diecisiete. Me lo llevé todo al parque y con banda sonora de tórtolas, gorriones y la alarma afónica del kiosco, que han debido de intentar forzar esta noche, los fui abriendo.
En el paquete encontré una felicitación con caracoles y mariposas de colores -un poco naïf, pero me encanta-; mis biblioteca y DVDteca estuvieron de enhorabuena; Historia de un abrigo, el último libro de soledad Puértolas, y Desayuno con diamantes, han pasado a engrosar las filas de ambas.
Mi padre escribió la carta la víspera de sus vacaciones, en un rato de insomnio. En ella me felicita y me da las gracias por sus dos nietos. Parece que para él ese es mi mayor logro. Haber parido dos hijos. Me regala la libertad de elegir algo bonito, algo que me guste de veras. Por lo menos en ese aspecto, es práctico.
El resto del día, permanecí colgada del teléfono. Más que la cantidad de las llamadas, debo decir que fueron extensas. Confieso que todas las conversaciones se desarrollaron con personas muy queridas y que las disfruté. Pero hoy, con edad de presidiario, todavía me ronda la pregunta... "¿Y ahora, qué?

viernes, julio 15, 2005

Poesía enlatada en el lujo de un cuatro estrellas



Un moscardón bailaba break sobre sus alas, zumbando contra el suelo de mármol blanco. Todavía escucho el crujir del zapato negro que se lo apropió; perfecta serigrafía para su suela.Quedaron siete moscas viudas recorriendo la sala en su duelo.

Una mujer con dos relojes, no parecía tener prisa; mientras, el poeta desgranaba versos asépticos, tan fríos como el aire acondicionado que me erizaba la piel y los pezones. Enrojezco y sólo espero que no se noten -contrapunto carnal y libidinoso, no pega en un ambiente tan selecto-.

Palabras, palabras, palabras vacías rebotando en la sala. Yo sólo tengo un reloj, que me dice que es tarde; y siento que mi hambre de calor será saciado tan solo en casa, por aquellos que me esperan.

El paraíso del calígrafo

Un amigo de mi padre me dijo un día que en otra vida yo debía de haber sido calígrafo. Que seguro que había estado en un convento trabajando con plumillas, tintas y secantes. Quizás tenga algo de razón. El otro día leí: "aunque la mayoría de las actividades humanas tienen un santo patrón, de todas las artes del mundo, sólo la caligrafía tiene por patrón a un demonio llamado Titivillus." Y su nombre me sonó familiar, como el de aquel tío que emigró a Cuba y del que nunca más se supo.
Lo cierto es que copiar textos a mano, me relaja. No sé si es el sonido de la pluma deslizándose, pero se despliega una especie de magia que me ayuda a centrarme. Cuando quiero darme cuenta, la copia parece haber ido avanzando sola, mientras mi mente ha vuelto del revés lo que me preocupaba, como si se tratara de un guante. El resultado suele ser que el problema ya no me parece tan grave, o que he encontrado otra perspectiva que no se me había mostrado en un primer momento.
He recordado esto hoy, mientras callejeaba por los alrededores de la calle Don Jaime. Mis pasos me condujeron, sin pretenderlo, hasta uno de mis escaparates preferidos.
Hoy quiero contaros que me gusta escribir con pluma. Y aunque escribo esto con un teclado, esta tarde he utilizado una con cuerpo de madera y plumín plateado para escribir en un cuaderno que me acompaña siempre en mis salidas.

miércoles, julio 13, 2005

Recién llegada

¿Podéis verme? Estoy sentada en ese banco de piedra, en el descansillo de la escalera. ¿No podéis? Me he colocado en la esquinita de la izquierda y quizás me tapa la barandilla. En estos momentos no sé si subo o si bajo. Mi corazón está acelerado y mis tripas parece que acaben de salir de una centrifugadora. Es la excitación de la primera vez. Lo sé. Eso, y mi afán perfeccionista. Las ganas de hacer las cosas bien.
Hace tiempo que me ronda la idea de tener mi propio cuaderno de bitácora, un cuaderno desastre -que no "de sastre"-, como todos los míos, en los que siempre mezclo sueños, deseos, penas, todo aquello que me gusta o me disgusta, un popurrí de sentimientos; porque desde YA, aviso: a mí lo que más me funciona es lo de sentir y, aunque suene poco romántico, en esto de los sentimientos no me susurra nada el corazón, sino las tripas. Y ya puestos a avisar, debo reconocer públicamente que mis horas altas y bajas coinciden plenamente con las mareas. No sirve de nada que desde hace unos años viva en secano. Las mareas y la luna seguirán marcando por siempre mis altibajos.
Probablemente debería de comenzar por contar algo de mí. Pero la cosa no es tan fácil. Hablar de uno, con sinceridad, es... como desnudarse un poco. Siempre he sido una fémina más bien clásica. No puedo hacerlo así en frío, sin más. Necesito una cierta ambientación. Algo de música que me haga sentir cómoda, una copa de vino -blanco, quizás, para poder tomarlo bien frío-... Pero ahora que me he decidido y he dado el primer paso, espero que los siguientes se me hagan más fáciles.
Una carta de presentación debe ser escrita con cuidado. Las primeras impresiones suelen perdurar así que, debería meditar un poco y quizás escribir un borrador. El calor no me inspira y hoy, en la Ciudad del Viento, no se mueve ni una hoja.
-¿Soplarás un poco para mí? -pregunto tímidamente al cierzo.
Pero el cierzo se ha dormido. ¡Pobrecito! También él tiene derecho a descansar en su recuncho y soñar que está de vacaciones.