Enviaron a la niña de vuelta con su abuela, justo antes de que comenzara el curso. Había que actuar rápido. Si comenzaba sus estudios en el extranjero, tendrían que quedarse; el padre, tan maleable, sería inflexible en ese aspecto.
Fue él el que acompañó a la niña al aeropuerto aquel último día. La madre tenía que trabajar, así que la despidió en casa y se asomó luego a la ventana de la habitación de la pequeña. La habitación estaba empapelada en un elegante papel color crema con grandes rosas de un color muy pálido, y desde ella se veía la entrada del edificio.
La niña estaba parada ante la casa y la miraba. No sonreía, no agitaba la mano, no lloraba... pero su semblante estaba triste y sus ojos la acusaban: "me estás echando... y sé por qué".
Un año mas tarde, la madre consiguió lo que quería: volver al pueblo. Regresó con sus muebles antiguos comprados en el mercado de las pulgas, con su cristalería, su cubertería de plata, sus edredones de plumón de ganso, su cabezal dorado y su armario de seis puertas repleto de ropa de última moda. Regresó, pero sin su marido.
No había trabajo para el padre en el pueblo. Él amaba su trabajo en el Gran Hotel, y amaba París. Y esos dos amores, ganaron el pulso a la mujer... y a la niña.
Pasaron unos años en los que la madre se sintió viuda sin serlo. Con orgullo se arreglaba cada día y se hacía acompañar por la niña a todas partes. Cuando la gente preguntaba por el padre, respondía que estaba bien y que vendría pronto. Entonces se topaba con la mirada acusadora de la niña, que ya no era tan niña; aquella mirada que siempre parecía guardar para ella.
No era desobediente. Jamás contestaba. Era una niña modelo. O lo hubiera sido si no fuera por aquella mirada que decía todo aquello que callaba. Se pasaba las tardes en la habitación leyendo, y cuando no leía, su vista se perdía en un punto lejano, al otro lado de la ventana. ¡Cuánto echaba de menos aquel papel color crema con grandes rosas pálidas!
-Tienes que decirle que he cambiado, que ahora me gusta leer, y la música clásica- dijo la madre entrando en la habitación.
La niña negó con la cabeza. Allí estaba su madre, como siempre, con sus exigencias y sus peticiones vanas.
-¿Dónde está todo el amor que te tenía? ¡Pídele que vuelva!- insistió.
La niña la miró a los ojos y esta vez sólo había pena en ellos.
-Ya lo hice. Hace tiempo -suspiró.- Me dijo que por unos años de mi vida, él no iba a sacrificar el resto de la suya. Que yo me iría cuando creciese... y él tendría que quedarse contigo. No volveré a pedirle nada.
-¡Si no vuelve, la culpa será tuya -dijo la madre desbordada de impotencia y rencor- porque no haces lo suficiente!
-Yo no tendría que hacerle volver si tú no le hubieras echado antes, con tus manías y querer salirte siempre con la tuya. La culpa de que se haya ido es tuya. Sólo tuya. ¿No querías regresar al pueblo? Pues aquí estamos. Aquí estamos... -respondió la niña, que había dejado de ser una niña, girándose de nuevo hacia la ventana.
Llovía.
Y así quedaron siempre sus discusiones: en tablas. Y es que a las dos mujeres, jamás se les ocurrió que el hombre de sus vidas, había tenido la culpa de nada.
Tana Guiance (c)
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