Gorriones cosmopolitas

Todos necesitamos un lugar propio. Un sitio seguro desde el que asomarnos a esa niebla en la que nos arriesgamos a pescar dulces sueños... o ácidas pesadillas. Éste es el mío.
Érase una vez una mujer que buscaba. Encontró la perfección en la combinación de las palabras y el silencio. Y por eso, siempre estaba acompañada de libros. No renegaba de sus rarezas, se complacía en ellas. Era un poco desastre, pero auténtica. Sí, yo soy ella. A veces dura, a veces tierna... siempre imperfecta.
Si os cuento que este año me ha tocado ser presidenta de mi comunidad de vecinos, os podréis hacer una idea de lo que recibo en mi buzón. En teoría, yo tendría que encargarme de cambiar las bombillas, pedir presupuestos y atender diversas quejas; amén de firmar los justificantes de las diferentes revisiones: ascensor, desatascos preventivos, bomba de agua... pero al ser éste un edificio de unos cuantos años, hay pisos alquilados y el secretario que debería apechugar conmigo llevando las tareas burocráticas, vive en la otra punta de la ciudad. ¿Qué puedo hacer? ¿Llamarle cada vez que recibo una carta del banco? Pues eso. Eso precisamente es lo que encuentro a diario: propagandas, ofertas varias, recibos comunitarios, extractos bancarios... Cada día se indigesta mi buzón con este tipo de misivas.
Cuando llegué a Zaragoza, en el año 91, enviaba una media de doce cartas al mes. Cartas de las de toda la vida, escritas a mano, con la estilográfica de siempre y, a veces, con papel de colores. Recibía, a cambio, alrededor de ocho misivas de muy diferentes estilos. Lo sé porque llevaba un cuadernillo en el que mantenía al día las entradas y salidas. Seguí llevándolo hasta el 2001. Para entonces, ya sólo enviaba cinco y recibía, con suerte, un par. Cada carta que dejé de recibir, fue un amigo que se me perdió en la distancia y en el tiempo. No todos aguantan la separación física y ochocientos treinta y cinco kilómetros de distancia, ya es una distancia respetable. Cuando iba en el verano, todos coincidían en que yo no había cambiado en absoluto, que parecía que me hubieran visto el día anterior. Pero finalmente, también yo cambié.
Me dejé absorber por la necesidad de conocer gente nueva, de cuidar nuevos amigos... y para llegar a ese punto, tuve que pasar por una época de duelo. Me dí cuenta de que toda mi energía se iba en mantener a flote esas viejas amistades que tiraban de mí como un ancla muy pesada. Se habían acostumbrado a que fuera yo la que escribiera, la que llamara. Llegó un momento en el que incluso era yo la que programaba desde aquí la cena anual en la que nos reuníamos todos, a pesar de que era yo la única que estaba fuera. Me agoté. Lloré mucho y dormí más. Buscaba en sueños una solución, una respuesta que parecía no llegar.
Una mañana me di cuenta de que había dejado de buscar, en las caras de los desconocidos, similitudes con aquellas facciones que extrañaba. Y aquel día sonreí. Y me sonrieron. Y el Ebro palió con ternura mi hambre de mar y su ribera, mi nostalgia de verdor. Y al fin, me sentí una zaragozana más.
Hoy en mi buzón se ha hecho hueco una carta. Una carta de las de toda la vida, escrita sobre un folio blanco con bolígrafo negro. No es la carta de un viejo amigo, sino de uno nuevo. Es una carta que me trae aroma del sur, de pescaíto frito, y un sonido de palmas injertadas con algún olé. Hoy, en mi otro buzón, el que reza "bandeja de entrada", Max Estrella, Charito, Cide y Susana, me saludaban, alegrando mi mañana.
Soy fiel por naturaleza: a mis amigos, a mi marido, a lo que me cuentan, a lo que creo que es correcto, a los colores básicos de mi guardarropa, a la ciudad que me vio nacer, a aquellas por las que transité y a la que me ampara en estos momentos; al pueblo en el que pasé mi infancia y al otro pueblo en el que la revivo -diferentes ambos pero la misma sensación de "estar en casa"-. Y es por eso que me cuesta reconocer que a veces, y aunque sólo sea en una única cuestión, he sido infiel... y lo seré de nuevo. No puedo evitarlo. Esto de la infidelidad debe ser como muchas otras cosas, que decimos que no nos gusta y en ocasiones es porque no lo hemos probado lo suficiente. Durante años fui totalmente fiel al Océano Atlántico. Su olor, su calma, sus rabietas, su fuerza, su profundidad, su bravura... Mi primer intento de infidelidad con el Mediterráneo, no me dejó buen sabor de boca: demasiada sal, picores en la piel, caminar y caminar sin llegar a sumergirme del todo, la sensación de estar nadando en una sopa con tropezones de rosadas medusas... Pero repetí. Y el sabor mejoró. Necesito algo de tiempo para ajustar el paladar a nuevos sabores. Esta vez, no noté tanto la sal. La piel agradeció la humedad de la caricia, la temperatura agradable... caminé y fui acostumbrándome. Esta vez el levante me enseñó una cara más agreste de su mar. Y me gustó. Me gustó tanto, que con la facilidad que me da mi situación geográfica, estoy dispuesta a repetir una y mil veces, todas las que tenga oportunidad. Eso haré este largo fin de semana que, para mí, comienza hoy. Y a pesar de ello..."
El Mediterráneo dormido es un espejo de acero.
El sol nace tímido, como pidiendo permiso;
una enorme naranja envuelta en un velo de luz
y papel de seda.
Pero yo perdí mi alma en el País de las Brumas.
El Mediterráneo despierta, sopla el poniente
y un rizo de espuma escapa del espejo.
Playas interminables, sol ardiente...
Pero yo perdí mi alma en el País de las Brumas.
El mediterráneo tiene su perfume:
picantes geranios, dulces azahares,
tomillo y romero de sus roquedales...
Pero yo perdí mi alma en el País de las Brumas.
Se quedó enredada en ramas de eucalipto,
se quedó prendida en perfume de acacia,
se sintió embrujada entre los castaños,
voló con gaviotas siguiendo a la Luna,
el bravío Atlántico la tiene hechizada
y mi pobre alma, se perdió en sus brumas."
Un moscardón bailaba break sobre sus alas, zumbando contra el suelo de mármol blanco. Todavía escucho el crujir del zapato negro que se lo apropió; perfecta serigrafía para su suela.Quedaron siete moscas viudas recorriendo la sala en su duelo.
Una mujer con dos relojes, no parecía tener prisa; mientras, el poeta desgranaba versos asépticos, tan fríos como el aire acondicionado que me erizaba la piel y los pezones. Enrojezco y sólo espero que no se noten -contrapunto carnal y libidinoso, no pega en un ambiente tan selecto-.
Palabras, palabras, palabras vacías rebotando en la sala. Yo sólo tengo un reloj, que me dice que es tarde; y siento que mi hambre de calor será saciado tan solo en casa, por aquellos que me esperan.