
Fui como siempre, dispuesta a relajarme con el silencio, el paisaje amable y la lectura.
Recién llegada todo fue movimiento: los comestibles a la despensa y al frigorífico, la ropa de cada uno a su armario -de fondo, el crujir de la madera bajo nuestros pasos-.
Ya en calma, sentada ante la lumbre, con Balzac subido en el canasto de la leña deleitándose con los nuevos olores, me di cuenta de que ella había venido siempre con nosotros a esta casa, que uno de los motivos principales para elegirla -en un principio- fue ese, que la habían admitido como "una más" de la familia -nada de "perros en la bajera"-. Y en la quietud, escuchando tan sólo el crepitar del fuego, me di cuenta de que no estaba pegada a la chimenea, como de costumbre, de donde sólo se levantaba para seguirme; de que había echado en falta el sonido de sus patas subiendo y bajando las escaleras cuarenta veces, hasta que haber realizado una minuciosa inspección de toda la casa, quedando al fin satisfecha.
-¿Qué tienes ahí?
El más pequeño de mis hijos, el encargado del fuego, miraba fijamente su móvil. Me lo pasó en silencio. Desde la pantalla de cristal líquido, Chelsea me contemplaba.
Entonces, durante un rato, volvieron las lágrimas.