Ana tenía un trabajo de pena, esclavo y mal pagado, horas de sueño sin sueños, puro cansancio cayendo sobre ella como una lápida; pero ayudaba a pagar la hipoteca.
Vivía con la sensación de que se había extinguido la luz. El acto de comer convertido en una obligación para mantenerse en pie al final de la jornada. Entrando con la primera claridad grisácea y saliendo abrazada por tinieblas de aquella cocina que veía como una trampa sin salida.
Sus hermosas manos, de las que se había sentido tan orgullosa, pobladas de feos surcos rojizos, la piel escamosa y áspera, por causa del vinagre, del agua helada y los detergentes más abrasivos y baratos del mercado.
El dueño de la cafetería era un hombre repugnante. Gemelo de Nosferatu, con tez cerúlea, nariz aguileña y apenas dos pelos sobre su calva, gustaba de quedarse en la puerta de la cocina observándola, sigiloso, hasta que ella al girarse se sobresaltaba con su presencia. Siempre tenía alguna recriminación que hacerle con voz despectiva:
-¿Es que no has visto que el urinario de caballeros ha vuelto a atascarse?
Se quedaba observándola y casi como por casualidad, se rozaba con ella cuando pasaba cargada camino del baño. Aquel olor a orín, lejía pura y agua caliente se incrustaba en sus fosas nasales produciéndole unas náuseas que le cerraban el estómago y la acompañaban el resto del día.
Así era su vida. Jornadas interminables y noches cortísimas: recoger a los niños de la guardería, llegar a casa y poner la lavadora, bañar a los niños, preparar la cena y la comida del día siguiente..., y en ocasiones, quedarse dormida con la cuchara de palo en la mano, despertándose con el olor a quemado de una olla en la que, a fuerza de hervir, se había evaporado el caldo.
A veces, sólo a veces, al levantarse por la mañana, hubiera dado cualquier cosa por tener que cuidar sólo de sí misma. Pero comenzaba un nuevo día, no había tiempo de pensar demasiado y quizás, en el fondo, esa era incluso una pequeña bendición: no pensar. Y así un día, y otro, y otro, y...
* * *
Ana viviría condenada, atrapada por siempre en la espiral de un argumento. Agustín Ribadulla y Vélez fue encontrado muerto por su asistenta en la mañana de Todos los Santos. El escritor, que en la última entrevista para "El dominical" confesaba: "No puedo escribir finales felices en noviembre", descansaba la cabeza sobre las páginas de su último e inconcluso relato.
Tana Guiance, de "Nana de espuma y otros sueños agridulces"
Etiquetas: Mis pequeños relatos
4 Comments:
Pequeño bocado de realidad.A veces es bueno parar a pensar dónde estamos y si hemos llegado a dónde queríamos.La felicidad consiste en ver al final del día que la vida no nos ha "bandeado" demasiado.
Muy bonito.Cada día me sorprende más tu escritura.
Bicos de madrugada
Hay muchas Anas luchando a brazo partido, y aunque vivieran por siempre quien cuente sus historias, seguirán siendo las Penélopes del guiso y las coladas.
Estoy intrigado por el mensaje de la anónima veneciana, nunca se me ha escapado ningún huésped, que yo sepa; creo que negociaré si se pone en contacto conmigo, al fin y al cabo eso es lo mío. Me ha alegrado volver a leerte.
Real como la vida misma, hay mucha gente, desgraciadamente, en ese tipo de vida.Lo malo de escribirlo en una novela es que es difícil buscarle un final feliz, cosa de la que la vida real no se preocupa. Un besote.
Hay muchos textos que he leído y no comentado, los que hablan de tu vida, los que nos regalan una pieza literaria de tu autoría... Siempre me queda dentro una impresión de respeto. Profundo respeto. En el sentido más cálido de la palabra.
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